Los más oscuros pensamiento erraban libremente por mi cabeza. Unos inconexos, otros ya olvidados. Todos ellos se me presentaban lejanos, ajenos, como los ecos de un coro en una gran catedral. Se iban sucediendo en una vorágine desordenada y hueca, rápidos como una cascada, certeros como la apolínea flecha. Finalmente, se me presentó una imagen clara y nítida: el cuerpo exánime de mi querido abuelo rodeado por una luz cegadora y un silencio atronador. Entonces desperté. Las más pesadas lágrimas recorrían mi rostro, mi respiración galopaba desbocada, ahogándose en mi garganta, mi corazón palpitaba como un acelerado timbal solitario. La más honda tristeza se apoderó de mi alma. "Está muerto, muerto, muerto..." Un halo de luz salvadora salió de mi mente: "No, no está muerto, no puede estar muerto, ha sido un sueño..." Pero, vapuleada por los más sórdidos pensamientos, la esperanza se hundió en el más profundo precipicio y continuaron las más cálidas y sentidas lágrimas de mi corazón. Procuré serenarme, olvidarme, recuperar la luz perdida. Una y otra vez, ésta volvió a hundirse entre las bravas olas del fruioso océano. Por fin, agotando todas las fuerzas que me quedaban, conseguí abrir las aguas del oscuro mar de mi malévolo subconsciente y la luz brilló; primero temerosa, lánguida; luego un poco más consistente; y después alumbró las domadas olas en toda su extensión, convirtiendo la salada espuma en el motor de mi razón.
Cuando, pasada una eternidad, volví a ver a mi abuelo, lo abracé más fuerte de lo que nunca lo había hecho.
Sergio Rodríguez Espejel. Los Seres Únicos.
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